Silvestre Byrón on Fri, 24 Oct 2003 20:42:38 +0200 (CEST)


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[nettime-lat] EAF - El “silencio” de los intelectuales


                   ARTE Y ESTADO
        El “silencio” de los intelectuales

     ¿Pasividad, indiferencia? Si algo caracteriza a
la cultura artística y científica latinoamericana es
su desapego. El adoctrinamiento y la cooptación
económica, el terrorismo del poder público y el exilio
compulsivo, minoraron al estrato de la
«intelligentsia» académica y comunicativa a un hábito
social complaciente. La estructura de pensamiento y
dominación institucional redujo a teóricos, medios y
universidades, agentes y centrales del proceso de
racionalización, a una medianía conceptual o
ideologicista, cínica y oportunista. Ningún Estado,
más o menos centralizado, es objeto de cuestionamiento
por parte de intelectuales o técnicos. De hecho el
estrato ideocrático de la «intelligentsia» observa los
lindes de la disidencia y del discurso “políticamente
correcto” definido por el esquema de poder. Al fin, en
contradicción con su historia, América latina produjo
una cultura artística y científica silenciosa. Pues
que el pensador español José Ortega y Gasset
(piedraverde.com/ortega) un filósofo de la existencia
durante la autocracia franquista. Páginas de “El
maestro en el erial/Ortega y Gasset y la cultura del
franquismo” de Gregorio Morán revela particularidades
del “silencio” de los intelectuales.-

               EL MAESTRO EN EL ERIAL

     José Ortega y Gasset había vuelto a España (del
exilio) exactamente en el verano de 1945. El, el
iluminador de la historia de España, el que se jactaba
de echar luz allí donde hubiera un rincón oscuro, tan
espeso, que se hacía sólido, una piedra monumental que
enterraron allá por el otoño de 1945.
El silencio de Ortega y Gasset sólo existió para los
cándidos y los ignorantes. Bastaría decir que cobró
regularmente sus emolumentos de catedrático, incluidas
las subidas de rigor, y que se jubiló con la máxima
categoría en 1953, tras reconocerle el tégimen
cuarenta y dos años y pico de servicios al Estado, lo
cual no era grano de anís teniendo en cuenta que no
pisó la Universidad desde el verano de 1936. No es que
el régimen de Franco le hubiera concedido una
excedencia voluntaria, no, sencillamente le pasaba un
sueldo para que se callara. Este fue el silencio de
Ortega mejor guardado.
      Hasta que no conseguó consultar el expediente de
don José Ortega y Gasset, en el curioso Archivo de la
Dirección General de la Deuda y Clases Pasivas, en el
que constan sus cobros regulares desde el 13 de
febrero de 1941, me parecía dificíl de creer. Difícil
de creer nuestra ingenuidad, quiero decir: “¿De qué
vivía su padre?”, pregunté a todos y cada uno de los
hijos de Ortega y Gasset. “De sus libros”, fue la
respuesta. Sólo en una ocasión, su hija Soledad,
cuando terminábamos la conversación y como yo le
preguntara por el envejecimiento del filósofo, me
contó cómo su padre, dando una prueba de lo angustiado
que estaba cuando llegó la fecha de su jubilación, le
dijo: “A mí también me han comprado”. Al parecer,
había añadido: “Como a todos”.
Estimo que lo más brutal de los míticos silencios de
entonces –no solo el de Ortega- es la responsabilidad,
una responsabilidad que no tengo ningún rubor en
calificar de criminal; la que adquiere un intelectual
cuando es incapaz de reconocer las consecuencias de
sus propias equivocaciones. Como si se trara de un
vulgar “yo no fui”, “no es culpa mía”. Una
irresponsabilidad fruto de la soberbia que consiente
impunemente que un intelectual puede lograr lo que no
consigue un ciudadano común: la capacidad de superar
cualquier efluvio de mala conciencia con una brillante
justificación.

     UNA SALUD CASI INDECENTE
     El marco de la obra de Ortega y Gasset en el
crucial año de 1946 quedaría incompleto sin un texto
emblemático, más por lo que significó históricamente
que por su valor intrínseco: “Idea del teatro”. Una
conferencia con la cual se reincorpora de manera
relumbrante y efímera a la vida pública española.
La conferencia de don José Ortega y Gasset en el
Ateneo de Madrid tuvo lugar el 4 de mayo de 1946.
El entonces falangista Pedro de Lorenzo, que años
después adquiriría alguna notoriedad como novelista,
describirá al día siguiente en el diario Arriba la
escenografía del acto: sobre la mesa, un micrófono;
detrás, el busto de Francisco Franco, y sobre el
orador, con fondo aterciopelado granate “Arte:
civilización cristiana”.
     Radio Nacional, el principal órgano radiofónico
del Estado, retransmitió la conferencia, y el órgano
oficial entre los oficiales, el diario Arriba, la
reproduciría íntegramente; un hecho sin otros
precedentes que los discursos oficiales del Caudillo o
alguna otra autoridad singularísima.
Pero lo que conmovió a los presentes y quedaría como
resumen de su estelar aparición en aquella España
fueron estas palabras: “Por primera vez, tras enormes
angustias y tártagos, España tiene suerte. Pese a
ciertas menudas apariencias, a breves nubarrones que
no pasan de ser metereológicas anécdotas, el horizonte
de España está despejado… Mientras los demás pueblos
se hallan enfermos…, el nuestro, lleno, sin duda, de
defectos y pésimos hábitos, da la casualidad que ha
salido de esta etapa turbia y turbulenta época con una
sorprendente, casi indecente salud”.
      Cuando llegó aquí se produjo una atronadora
salva de aplausos según transcriben periodistas y
testigos de entonces.
      Afirmar en mayo de 1946, a menos de un año del
final de la Segunda Guerra, con el régimen a la
búsqueda de un salvavidas y unos niveles de represión,
violencia y hambre inauditos, que la salud del país
era, de puro plena, “indecente”, o se interpretaba
como un requiebro para el sistema o como un insulto
para quienes estaban al margen de él.
      A petición de Ortega y Gasset, el secretario
general de Propaganda, Pedro Rocamora, de quien
dependía el Ateneo y en el que ejercía de presidente,
solicita audiencia al Caudillo para transmitirle un
mensaje al filósofo.
      Pedro Rocamora llevaba el encargo de plantearle
al Generalísimo Franco dos inquietudes de don José
Ortega y Gasset de las que quería hacer partícipe al
caudillo sin cuya aquiescencia sabía que nunca hubiera
podido conferenciar en el Ateneo de Madrid. La primera
se reducía a una pregunta de tipo socrático, dicho sea
sin ánimo de ofender, y capaz de recibir varias
interpretaciones: “Excelencia, don José quisiera saber
quién le hace los discursos”. De todos modos para él,
como para cualquiera interlocutor mínimamente
avispado, no se podía ocultar que no había otra
intención que la de proponerse a sí mismo como
susceptible orientador o supervisor de alguno o
algunos de los futuros y trascendentales –en la
creencia de Ortega de la inminente transición hacia la
Monarquía- discursos de Francisco Franco. 
       La otra “inquietud” del filósofo consistía en
plantear a su Excelencia algo que se había hecho
bastante conocido en las comidillas orteguianas
madrileñas: “Si le permitirían decir las dos o tres
cosas que no le gustaban del régimen, podría entonces
afirnar las otras cosas que le satisfacían”. Según
testimonio de Rocamora –el único posible, porque el
resto ha fallecido, y de este tipo de encuentros no
quedan huellas-, a quien cabe creer o no, pero que
resulta un tanto improcedente pensar que se lo
inventara todo, el Generalísimo tuvo una respuesta tan
propia de Francisco Franco que facilita la
versimilitud de esta gestión: “El Generalísimo me
escuchó con atención, apenas unos minutos, y luego se
levantó, como dando por terminada la audiencia. Dio
unos pasos hacia la puerta para despedirme y sólo me
respondió: «Rocamora, Rocamora, no se fie usted de los
intelectuales»”. Eso fue todo.
     Este mismo Rocamora, un tanto corrido en su
experiencia de mediador entre los que él consideraba
como los dos césares del mundo hispánico, Franco como
gobernante y Ortega como pensador, transmitió a éste
de la mejor manera el fracaso de su misión. Ortega y
Gasset, fiel a sí mismo, zanjó el asunto con una frase
que a decir verdad añade aún mayor verosimilitud a
esta historia, porque tanto aquélla como ésta traducen
fielmente la personalidad de los protagonistas: “¡El
se lo pierde!”. Y al parecer no se habló más del
asunto. © Tusquets Editores, 1998.
                      EAF/2003.-
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