félix on Mon, 24 Sep 2001 02:18:28 +0200 (CEST)


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Compás de Espera

Por Raúl A. Wiener 

El mundo está en suspenso. Como si la cadena de atentados
del 11 de septiembre en Estados Unidos hubiera marcado el
cierre de una época y la guerra, aparentemente inexorable,
que el gobierno del segundo Bush se propone iniciar en
cuestión de días u horas fuese a representar el comienzo de
un nuevo tiempo al que todos temen y frente al cual nadie es
capaz de imaginar otra cosa que esperar. La sola
denominación de la campaña que los norteamericanos están
organizando: “justicia infinita”, parece un aviso de que lo
que vamos a ver no será una acción limitada para destruir
algunos blancos, sino una intervención sin límites que pueda
convencer a la opinión pública occidental de que los reales
o potenciales focos de terror han sido final y
definitivamente controlados en sus lugares de origen. Si eso
es, como algunos piensan, materialmente imposible, entonces
la palabra “infinita” va a resultar absolutamente
premonitoria. 

Los Estados Unidos aprendieron la lección de Viet Nam de una
manera diferente al resto del mundo. Ellos no vieron el
error de la intervención, sino el de dejarse matar por un
pueblo pobre y atrasado por una aparente razón ideológica:
detener el comunismo; desatando una tremenda resistencia
interna a la continuación de un sacrificio que cada día
perdía más justificación. La consecuencia de este balance
fueron políticas de orientación de opinión pública apuntadas
a dotar de un matiz moral y humanitario a la intervención
(el rescate de Kuwait invadido y sobre todo del petróleo
secuestrado; expulsión de los servios del Kosovo y sobre
todo imposición de un gobierno prooccidental en Yugoslavia);
políticas de alianza para compartir la responsabilidad del
esfuerzo bélico y sobre todo la carga política de la
intervención; y finalmente, lo fundamental, tecnologías para
minimizar las bajas militares al punto de haber librado la
guerra de los Balcanes del año 2000 sin sufrir una sola
baja, es decir con el beneplácito de un público televidente
al que mayormente no le alarmaron la destrucción y la muerte
que sembraron las bombas “inteligentes” lanzadas por sus
aviadores sobre las poblaciones civiles de Yugoslavia. 

Al inicio del nuevo siglo podía decirse que carecía de todo
sentido desafiar a una superpotencia dotada de las mejores
razones para dominar el mundo, rodeada de aliados
incondicionales, que antes que nada hacen el cálculo de
inversiones y créditos que dejarían de percibir si no
acompañan las causas justas del águila del norte, y
premunida de un armamento ofensivo-defensivo que hacía
invulnerables a sus soldados. Las bravatas de Hussein y
Milosevic, tipo “la madre de todas las batallas” y “aquí
resistimos”, sonaban huecas ante la arrogancia restablecida
de la Casa Blanca. Pero cuando el fantasma de Viet Nam ya
estaba definitivamente enterrado y Norteamérica había
recuperado totalmente su autoconfianza y la seguridad de
representar una hegemonía duradera, ocurren de pronto los
brutales e inconcebibles atentados del 11 de septiembre. ¿Y
esto que tiene que ver con todo lo que el imperio había
analizado y organizado en el curso de los últimos treinta
años?. Obviamente alguien sacó la conclusión de que si no se
puede dañar al ejército invencible, lo que quedaría por
hacer es atacar sus blancos civiles y sus símbolos políticos
aprovechando  precisamente el estado de soberbia de vencedor
que envolvía a las autoridades y a la población de los
Estados Unidos.  

Un acto indudablemente provocador que pretende llevar a los
yanquis a una nueva forma de guerra en la que de por medio
ya no está la afirmación de dominio del más grande y con
mejores armas, sino la recuperación de la credibilidad hacia
los hombres de la Casa Blanca, el Congreso y el Pentágono
como capaces de darle seguridad a la más enorme sociedad de
consumo sobre la tierra. Bush está yendo a una guerra a la
que ha sido invitado. Y la define en dramáticos términos
porque sabe que ni aún prendiendo a Bin Laden o arrasando
sus campamentos, será de todos modos muy difícil que la
gente se convenza que la amenaza ha terminado. Se me ocurre
que está por comenzar una intervención en cadena. Una
especie de dominó al revés en el que a cada pieza tomada
sobreviene la necesidad de alcanzar otra. Pero Estados
Unidos y Occidente ni siquiera están en condiciones de
definir que es “terrorismo” porque en ese concepto han
englobado demasiados temas. Ya se ve como ahora
fundamentalismo es igual a árabe, y por extensión musulmán.
Gobiernos que apoyan el terror a adversarios de Estados
Unidos. Nacionalistas y antimperialistas de todo el mundo a
pilotos suicidas en Norteamérica. Arafat a Bin Laden
(declaraciones de Sharon). Es decir un río revuelto donde
cualquier cosa puede pasar. 

Estados Unidos está a punto de sacar nuevamente lecciones.
Me temo que no las justas: que este es un mundo realmente
intolerable por la polaridad brutal entre ricos y pobres,
poderosos y débiles; que el fin del terror depende de que
los pueblos puedan hallar soluciones a cuestiones vitales de
existencia y no sean empujados a un callejón sin salida
(Palestina), que justifique las repuestas más desesperadas;
que la riqueza debe ser mejor distribuida y no invertida en
armas cada vez más caras y sofisticadas cuyo propósito es
mantener las desigualdades que dividen el mundo; que el
programa neoliberal que Estados Unidos y Occidente promueven
para todos los países ya no funciona y que así como los
yanquis pueden salvar su aviación comercial, el turismo y
las industrias de consumo con una intervención estatal
extraordinaria en la emergencia, ¿por qué no podíamos o
deberíamos hacerlo las naciones que vivimos e la emergencia
permanente de la miseria?. Pero no. No es por allí donde
están caminando las cosas. Otra vez se impone la
simplificación que reduce la realidad a una sola idea: para
evitar más ataques a Estados Unidos, trasladar el ataque al
resto del mundo. Es decir a las naciones pobres. 

Y además prometen que eso será infinito. 
 
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